Esta tarde he estado de nuevo enganchada a la red. Desde que tengo internet me ocurre que busco todo aquello que jamás creí poder ver (eso pasa cuando una tiene aficiones un tanto extrañas). A veces lo consigo, a veces no.
Pasa que, de repente, he recordado el invierno de hace cuatro años. No sé por qué, os lo juro. Aquellos que me conocen saben que siempre ha sido una de mis estrellas favoritas, uno de esos poetas de lo ignoto que admiraba con ceguera, con arrojo, con las vísceras a todo tren, pero...
Aún no se me había ocurrido buscar nada sobre él (mierda, me tiemblan las manos de lo rápido que me late el corazón).
Desde los catorce, quince años, he sentido una extraña atracción hacia el patinaje sobre hielo. Todas esas tardes de sábado-domingo, con un poleo caliente en las manos invernales, viendo la 2. Recuerdo como si fuera ayer el día en que lo vi por primera vez.
Un niño de 15 años en los europeos de patinaje... y el sonido del "Cascanueces" en el aire frío de la pista de hielo. Decían que se llamaba
Alexei Yagudin. Era su primer año en la alta competición, y se me llenaron los ojos de vibraciones, fuerza y emoción al verlo, al sentirlo, en un primer contacto en que ya llegó hasta el sexto puesto. Vaya...
Desde entonces no vi ninguna competición simplemente de patinaje sobre hielo. Estaba
fielmente enganchada a la televisión viéndolo a ÉL. Puede que no fuera perfecto, exacto, fuerte... pero ponía el corazón, el alma, la carne, en todas sus interpretaciones. Nadie jamás ha vuelto a hacerlo como él (y eso no sólo lo digo yo). Lo vi caer en las olimpiadas de Nagano, presa de las fiebres que le arrastraron al sexto puesto. Lo vi ascender y luchar como una fiera frente al genial Evgeny Plushenko. Lo vi patinar con dos puñales en las manos, desafiando las prohibiciones, en su número de Gladiator. Oí hablar de sus entrenamientos en Jaca, y de lo extremadamente cariñoso que era con la prensa española.
Recuerdo con lágrimas aún aquella noche, aquella noche inolvidable, en que trataba de acallar los gritos con la almohada. Aún vivía conmigo mi hermana, y dormía en la cama de al lado. Al otro lado del mundo, Alexei luchaba, con sus seis inyecciones en las rodillas enfermas, por remontar sobre el dolor y las heridas y alcanzar el cielo. Era el programa libre de las Olimpiadas 2002 de Salt Lake City.
Después del vergonzoso escándalo de la compra de medallas por parte de la pareja canadiense y la patinadora estadounidense (flagrante, Irina Slutskaya gruñía por la terrible injusticia), había jueces internacionales a todo lo largo de la pista de hielo. En España eran las cuatro, las cinco de la mañana.
Alexei salió a la pista con el rostro contraído. Debía superar una nota tremenda que lo alejaba poderosamente de Evgeny Plushenko, que apostaba fuerte con su coreografía española. Y ahí lo vi, pequeño en medio de la gigantesca pista blanca, con su rostro de niño y sus manos enguantadas. Yo estaba en la cama, con el sonido casi en cero, esperando que mi nervioso tictac no despertara a mi hermana.
No puedo describir en palabras la sensación, la emoción que pasé en esos escasos minutos. La secuencia de pasos me sacó el corazón a la boca. Y al acabar, me puse
a dar botes en la cama, como una loca, una posesa, ahogando la boca en la almohada para no gritar. Alexei cayó de rodillas, llorando, se inclinó y besó el hielo. Alzó las manos a lo alto, orgulloso, poderoso, incluso saltando. Sabía que lo había dado todo, y que le había salido bien.
Se alejó con la cabeza gacha en dirección a Tatiana, su entrenadora. Ella le apretó los hombros, la nuca. Al sentarse esperando las notas, noté que temblaba. Yo también lo hacía.
Un rugido recorrió la grada. Uno... dos... tres... HASTA CUATRO SEISES en la ejecución... EL RESTO DE LAS NOTAS ERAN 5,9! la locutora, completamente fuera de sí, anunció que era la primera vez en las Olimpiadas que pasaba algo así (nadie lo ha igualado, ni siquiera en competiciones menores) Miré a la pantalla. Alexei estaba llorando, como un niño pequeño, aferrado a la gigantesca Tatiana.
No podía compartir con nadie mi alegría. Pero esa noche sentí uno de los triunfos más grandes de mi vida. Alexei lo había logrado, además es el único patinador de la historia en ganar las cuatro grandes competiciones en un mismo año.
Al año siguiente lo estaba esperando. Salió a la pista del Skate Canada. Era el campeón 2002 del Skate Canada, de la Copa Lalique, del Grand Prix, del Europeo, del Mundial, de las Olimpiadas. Pidió un minuto antes de la exhibición.
Alexei Yagudin se retiraba, en ese mismo momento, en 2003. Le habían encontrado un problema congénito en la cadera, del que no hay cura. Y su arte bailó por última vez en aquella pista, para todos nosotros, como un canto de cisne, como un vuelo de fénix. Después me quedé sola. Claro, aun queda Evgeny, que es tan exacto en sus piruetas que duele. Pero nadie, nadie, ha podido dejarse las entrañas en la pista como lo hizo Alexei.
He decidido hace un rato escribir algo sobre él en el blog, la primera entrada dedicada a mis estrellas fugaces. He buscado (a regañadientes) el hipervínculo en la Wikipedia. Y ha habido algo que me ha hecho saltar el corazón.
Ahora mismo son las 0:10 del 18 de Marzo. Alexei Yagudin cumple 27 años hoy. Es una dolorosa, hermosa coincidencia. счастливый день рождения, Alyosha.
A vosotros, pediros perdón. Habéis aguantado un rollo increíble que seguramente ni os va ni os viene. Pero si os sobran diez minutos, os pido por favor que veáis su
Programa Libre de las Olimpiadas 2002. [Aunque no le hagáis demasiado caso a los apestosos comentaristas norteamericanos, convencidos de que su compatriota Timothy Gable se llevaría el oro] No cuesta nada, y espero que sintáis una brizna de la poesía, del absoluto, del alma que nos ofreció Alexei. De sus lágrimas, que fueron las mías. Del arte que se apagó, después, para siempre.