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Señor Seeger, vine esta noche a matarlo

No era justo.

Se estiró la camisa, hasta que no quedó bien lisa y lucía perfecta. Los botones, como soldados bien adiestrados, trazaban una línea prieta en el centro de su pecho. Comprobó los puños, todo estaba en orden. Ajustó el pantalón, subiendo la parte trasera con un suspiro.
Ahí guardó el arma.

Camino al concierto, miles de pensamientos le atribulaban, como moscas alrededor de la herida abierta de un cadáver. La larga instrucción, las noches de guardia. El viaje hasta aquel país, que le revolvió las tripas y le tuvo de rodillas sacando las malditas entrañas por la boca. El polvo, la humedad, los insectos. El silbido de la jungla. Estaba seguro de que jamás podría sacárselo de la parte de atrás del cráneo.
Las bombas, los temblores. Dar cada paso pensando que quizá fuera el último. La sangre en las manos. La espalda bien firme cuando la bandera pasaba ante uno, con el orgullo henchido y el ánimo firme. Las pastillas. El miedo.
El miedo. Jimmy, ensartado en una bayoneta. La bandera. John, con el cuello abierto. El miedo. August, que siempre sonreía, hundido en el lodo. La bandera. El capitán tardó tres horas en morir. El miedo.

Y, en la vuelta a casa, encontrar aquel jodido comunista con sus camisas de flores y su banjo mugriento, cantando estupideces. Se creía con el derecho de decirle a todo el mundo que sus amigos habían sido asesinados por nada, sin motivo y sin objetivo. Le escupía a la bandera, le escupía a su sangre, le escupía a todo. Maldito rojo de mierda. 


A su lado, en las gradas, había una pareja joven. Ella parecía muy nerviosa y daba saltitos en la silla. Él leía un panfleto, seguramente alguna sucia publicidad soviética, aunque en la portada sólo se veía el dibujo de un banjo.
- Mira, ya empieza.
La zona de butacas, que zumbaba como un avispero con los murmullos de los asistentes, se convirtió en un puro clamor. El hombre era alto como un árbol, y sus nudillos eran nervudos como las ramas de los almendros. Sería un trabajo fácil, mucho donde apuntar y poco que atravesar.

Estaba agotado cuando terminó el concierto. Bajó del escenario, mientras los asistentes le miraban con los ojos brillantes y lo saludaban con la mano. Toshi recogió el banjo de sus manos y lo colgó en un caballete para ponerlo en la funda. Se quitó las dos púas de los dedos.
Alguien se le acercó por detrás. Era un hombre chato, con el cabello milimétricamente corto y el rostro pulcramente afeitado. Le tendió la mano, y él se la estrechó.
- Señor Seeger, vine esta noche a matarlo.
El tiempo se detuvo.


Toshi le había susurrado, sobrecogida, 'tienes que sentarte con él y tenéis que hablar'. Y eso había hecho, sentarse enfrente de aquel hombre, que había venido de un pueblo muy pequeño al norte. Él le habló del barro, del casco, de la sangre, de los amigos perdidos. Del dolor, del miedo. De la bandera. Del odio.
Pero también le contó cómo, según transcurría aquel concierto, iba teniendo menos y menos ganas de matar a aquel gigantón delgaducho, a aquel rojo de mierda. A aquella voz, a aquel banjo, a aquella guitarra de doce cuerdas. Y le habló de la mujer que lo tomó de la mano para ponerse en pie, aunque él no lo tenía planeado, para corear 'We Shall Overcome'. Le habló del puño apretado en el muslo mientras escuchaba 'Waist Deep in the Big Muddy'. Del temblor de barbilla con 'Jacob's Ladder'. De las lágrimas, al fin, con 'Bring Them Home'. De cómo aquellas voces coreándolo habían sido más fuertes que él mismo. Sí, se repetía hacia los adentros con la fuerza de aquella masa, devolvedlos a casa. Traedlos de vuelta. Si de verdad sentís esta patria, dejad de asesinar a sus hijos, y a los hijos de otra patria. Nadie merece morir así.

Así que no, ahora no quería matarlo. Ahora no quería matar a nadie. Y aquel grandullón enjuto y seco, como los cipreses junto a la iglesia, como los altos olmos de las riberas, le tomó de las manos.
Y juntos cantaron, cantaron por las flores que se llevan las muchachas a quienes los muchachos desposan, esos muchachos que son llevados a la guerra para convertirse en cadáveres que llenan los cementerios. Cementerios tapizados en flores.

¿Cuándo aprenderán? ¿Cuándo aprenderemos?


Este relato está basado en un hecho real, acaecido a Pete Seeger al finalizar uno de sus conciertos, cuando aún la guerra de Vietnam estaba en curso.

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