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Texto de clausura en la I Mereth del Poney Pisador

Ya terminó la mereth. Sigo considerando prodigioso que nos podamos juntar de este modo, que seamos capaces de organizar un encuentro para difundir y estudiar a Tolkien que dure tres días, y que las cosas salgan tan bien.

Aún creo que es pronto, al menos para mí, para escribir sobre ella. Las obligaciones laborales me tienen bastante absorbida. Pero sí quería compartir con vosotros el texto que leímos entre todos en la clausura de la mereth. Un texto en el que, creo, todos los asistentes se sintieron identificados. Un texto que busca dar otro empujoncito a los que aún trabajan en los fines de la STE, y tentar a aquellos que dejaron de hacerlo (por razones peregrinas) o aún no han comenzado.

"¿Cómo convertirnos en eternos?

¿Cómo hacer que la pieza que nos toca cantar, en nuestro papel en el Ainulindalë, se escuche alto, claro, fuerte y hermoso?

La vida puede dividirse en momentos. Momentos que dejan una huella tan profunda y tan distintiva que un simple olor, una frase, una canción o un movimiento nos los traen, vívidos, a la memoria. Son retazos de nuestra canción, compases perdidos que sólo en conjunto tienen sentido. Y no sólo para nosotros, sino para todos aquellos que han vivido nuestras mismas experiencias, o que conocen a la misma gente.


Como cuando presenciamos por primera vez una lectura de cuentos. Sentados en el suelo, quizá con amigos, quizá solos y aventureros, acercándonos a un mundo que nos conmueve y asusta al mismo tiempo. De noche, con la luz de las velas refulgiendo en el lector que, con el rostro encendido, nos llevaba en volandas a un lugar desconocido por primera vez. Nos descubría un nuevo libro, o nos emocionaba con un pasaje conocido.

Aquella vez que te pasaste la Cena de Gala haciendo el payaso, riéndote de cualquier cosa e inventando nuevos juegos de palabras con los que hacer reír a los demás. Fundaste en un segundo un chorrismial, o compusiste una canción entre carcajadas, bocados de carne y canciones que hacían peligrar la cubertería.


La vidriera que cuenta nuestra historia no sólo se compone de cristales de colores juntados al azar. Muchos de ellos se superponen para formar armonías más complejas. Otros tintinean suavemente cuando les roza la brisa. Los de más allá, ciertos días del año, dibujan arabescos en el suelo que sólo los niños curiosos saben descubrir.

Repetimos canciones y ritmos que alguien nos legó, como las personas sabias que crean las tradiciones. Brindamos hacia el oeste, con un cuerno en la mano, un tenedor en la otra, mirando a la croqueta, nombrando reyes enanos y pronunciando palabras en élfico, por Tolkien y los amigos ausentes. Trabajamos para que los que llegan, con el ánimo hambriento y los ojos brillantes, aprendan y disfruten.


Cuando al fin nuestra niña se duerme, nos descubrimos intentando jugar con las palabras para seguir contándole, de forma que pueda entenderlo, el cuento de un personaje pequeñito de pies peludos que un día decidió salir a correr aventuras.
Y se dejó el pañuelo en casa, aunque encontró una espada, y un anillo, y aprendió mucho. Y después vendrán los jinetes negros, cuando tenga edad para poder mirar a sus negruras con valentía infantil.


Cogemos los bártulos, a veces más grandes que nosotros mismos, para recorrer carreteras y aeropuertos cuidando de nuestra mercancía. Llegamos, abrazamos, tensamos cuerdas, desembozamos cañas y nos convertimos en melodía. Sólo pedimos un sitio donde tumbarnos y un bocadillo para la panza, pues errantes somos de nombre y de espíritu, aunque nuestro hogar esté en cualquier sitio donde haya otro bardo.


Quedamos en el único rato libre que nos deja la vida y, en el lugar más inverosímil: en la esquina de un bar, en la clínica de un amigo, en la recepción de un hotel, en el taller mecánico del secretario… desplegamos nuestros papeles y creamos una actividad sorpresa para los asistentes a nuestro evento. Con un foco de este, las tijeras de aquel, los cables de aquella, seguramente quedará bien.

Tiramos dados, nos pringamos de pintura y dibujamos tablas inexplicables con una lógica que sólo será sostenible cuando estén completas. Calculamos el daño que haría un cucharón en el coco de un orco, y cuánta fuerza le imprimiría un pequeño hobbit cobarde. Nos pasamos la tarde encolando alas de montura alada y cosiendo estandartes. Haciendo fichas, inventando las historias que otros vivirán por nosotros, con nosotros, a causa de nosotros.


Buscamos la tela más barata de la tienda. Buscamos otra tienda donde la tela sea más barata. Miramos con ojo crítico las fundas viejas del sofá, pensando en cómo quedarían convertidas en cortinas. Nos pinchamos, interminables veces, maldecimos a la máquina, liamos el hilo, tiramos los abalorios sin querer y nos pasamos media hora recogiendo bolitas del suelo. Cuando queremos darnos cuenta, es de noche. Qué fastidio.

Hay algo que nos impulsa, algo sordo y ciego que tira de nosotros. A veces nos sentamos, y miramos nuestros libros. Y nos preguntamos por la naturaleza de esa fuerza.
A veces nos vemos obligados a parar. Debemos dedicar nuestros esfuerzos a una saga-realidad que cada vez precisa de más trabajo. Pero cuando estamos a punto de quedarnos dormidos, en el paraíso del duermevela, avanzan reyes portando seis mil lanzas y enanos van a la guerra.


Conocimos a buena gente en el camino. Amigos, colegas, incluso a nuestras parejas. Nos leímos en la distancia, nos movimos para vernos. Nos salta el corazón cuando pensamos que en la próxima mereth o en la estelcon veremos a esas personas que tanto añoramos. Tachamos los días en el calendario, con la sonrisa más ancha a medida que las casillas en blanco van desapareciendo. La semana anterior es un puro nervio, y terminamos haciendo la maleta convencidos de que nos dejamos algo.

Inolvidable fue aquella tarde en la que, después de una obra de teatro, un buen concierto, un par de conferencias intensas y una cena divertida te sentaste en el rellano de la entrada del albergue. Cubierto con una capa mucho más grande que tú, charlaste hasta el infinito, con el cabello loco y los ojos cansados, sobre cómo descubriste el primer libro o leíste por primera vez aquella novela.


Y elaborando estos sueños, cosiendo estas esperanzas, tejiendo las redes donde se cuelgan los deseos futuros y los recuerdos pasados, es como el hilo de nuestra historia se va estirando, estirando, formando bucles y atando piezas, vibrando cuando un dedo lo pulsa, sosteniendo cuando necesitas asirte a él. Ves a otros que trabajan, en silencio o en animada charla, a tu lado, en el taller del destino. Y es con ellos, y es a través de ellos, como se alcanza con la punta de los dedos la eternidad.
Con las manos que se entrelazan para caminar seguros, con los puños que colaboran para tirar de una misma cuerda. Con las historias de las cuales, casi sin darnos cuenta y casi sin hacer nada, nos hemos convertido en protagonistas.



Protagonistas de una leyenda que se repite en cada reunión, en cada mereth, en cada estelcon, en cada artículo. Y así la vida se transforma, a través de un papel más fino que la piel, en un cuento.



Un cuento que puede empezar en cualquier lugar, a cualquier hora.


Como, por ejemplo, en un folio en blanco.

En un agujero en el suelo, vivía un hobbit…"

2 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. No sé cuantas veces lo he leído ya en menos de una semana. Y lo vuelvo a leer, y aún me sigue emocionando. Yo tampoco hubiera conseguido llegar hasta el final, porque cuanto te alcanzan el corazón de esa manera artera, y sin previo aviso, como una daga de Oesternesse se abre paso por blandas texturas, no hay mota de polvo mágico que no se envalentone a abrir la esclusa del más circunspecto de los lacrimales.
    Y uno que es nuevo, y no alcanza a comprender la naturaleza de la fuerza ciega y sorda, no podrá nunca cicatrizar la herida de la pérdida de los que contemplaron la luz de los Arboles en Eldamar

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