Evelyn llegó al estanque sin aliento. Algo mágico, un humo invisible, flotaba en el agua. Lo miró ansiosamente y se sintió inundada por una sensación de cercanía. No podía saber si se trataba de un objeto o de un acontecimiento, pero era algo que estaba muy cerca, y lo saludó gozosamente. Corrió hacia el borde del agua y extendió las manos.
Las aguas se agitaron en la superficie del estanque, y un hombre apareció entre los tallos de los acebos y se arrastró jadeante hacia la orilla, mirando a Evelyn. Era ancho y chato, con la carne cubierta de rasguños y las manos entumecidas y arrugadas por el agua. Parecía débil y agotado. Unos jirones de ropa colgaban sobre él aquí y allá, sin cubrirlo.
Evelyn, hechizada, se inclinó hacia él y otra vez la llamada surgió en olas de soledad, esperanza y deseo, alegría y compasión. No estaba sorprendida ni asustada, sólo asombrada. Ambos se habían comunicado durante días enteros y sus silenciosas radiaciones se alcanzaban ahora mutuamente, mezclandose, uniéndose y confundiéndose. Silenciosamente vivieron el uno en el otro, y luego Evelyn se dobló y lo tocó, le tocó el cuerpo y el pelo áspero.
El idiota tembló violentamente, y sacudiéndose salió del agua. Evelyn se dejó caer a su lado. Se sentaron juntos, y los ojos de la muchacha por fin se encontraron con aquellos ojos. La mirada del idiota parecía dilatarse y llenar el aire. Evelyn, llorando de alegría, se hundió en esa mirada, deseando vivir en ella, quizá morir en ella, o ser por lo menos parte de ella.
Evelyn no había hablado nunca con un hombre y el idiota no había hablado con nadie. Ella no sabía lo que era un beso, y para él lo que podía haber visto carecía de sentido. Pero conocían algo mejor. Se quedaron quietos y juntos. Evelyn apoyó una mano en el hombro del idiota y sus corrientes interiores fluyeron, entrecruzándose.
No alcanzaron a oír los pasos resueltos del señor Kew, ni su respiración jadeante, ni su terrible grito de hombre ultrajado. Absortos en sí mismos nada advirtieron hasta que el señor Kew saltó sobre ellos, alzó a Evelyn en sus brazos y la arrojó hacia atrás, sin mirar dónde ni cómo había caído. El señor Kew, inmóvil, de pie junto al idiota, lo observó fijamente. Abrió los pálidos labios y emitió otra vez aquel terrible sonido. Y en seguida levantó el látigo.
El idiota estaba tan deslumbrado que no sintió el primer golpe ni el segundo, aunque su carne empapada, arañada y golpeada se abrió y sangró. Echado en el suelo, seguía mirando el sitio vacío donde habían estado los ojos de Evelyn (...)
(Theodore Sturgeon. Mañana la segunda parte)
Para el Rondador Nocturno, por aguantarme hasta las mil.
Las aguas se agitaron en la superficie del estanque, y un hombre apareció entre los tallos de los acebos y se arrastró jadeante hacia la orilla, mirando a Evelyn. Era ancho y chato, con la carne cubierta de rasguños y las manos entumecidas y arrugadas por el agua. Parecía débil y agotado. Unos jirones de ropa colgaban sobre él aquí y allá, sin cubrirlo.
Evelyn, hechizada, se inclinó hacia él y otra vez la llamada surgió en olas de soledad, esperanza y deseo, alegría y compasión. No estaba sorprendida ni asustada, sólo asombrada. Ambos se habían comunicado durante días enteros y sus silenciosas radiaciones se alcanzaban ahora mutuamente, mezclandose, uniéndose y confundiéndose. Silenciosamente vivieron el uno en el otro, y luego Evelyn se dobló y lo tocó, le tocó el cuerpo y el pelo áspero.
El idiota tembló violentamente, y sacudiéndose salió del agua. Evelyn se dejó caer a su lado. Se sentaron juntos, y los ojos de la muchacha por fin se encontraron con aquellos ojos. La mirada del idiota parecía dilatarse y llenar el aire. Evelyn, llorando de alegría, se hundió en esa mirada, deseando vivir en ella, quizá morir en ella, o ser por lo menos parte de ella.
Evelyn no había hablado nunca con un hombre y el idiota no había hablado con nadie. Ella no sabía lo que era un beso, y para él lo que podía haber visto carecía de sentido. Pero conocían algo mejor. Se quedaron quietos y juntos. Evelyn apoyó una mano en el hombro del idiota y sus corrientes interiores fluyeron, entrecruzándose.
No alcanzaron a oír los pasos resueltos del señor Kew, ni su respiración jadeante, ni su terrible grito de hombre ultrajado. Absortos en sí mismos nada advirtieron hasta que el señor Kew saltó sobre ellos, alzó a Evelyn en sus brazos y la arrojó hacia atrás, sin mirar dónde ni cómo había caído. El señor Kew, inmóvil, de pie junto al idiota, lo observó fijamente. Abrió los pálidos labios y emitió otra vez aquel terrible sonido. Y en seguida levantó el látigo.
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1 comentarios:
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