Hace unos 26 años se me quebró la sonrisa. Un inocente juego infantil dio con mis huesos en la acera. Me partí el húmero izquierdo en tallo verde, y estuve vendada de cintura a cuello hasta que soldó. Pero no fue lo único que se me rompió.
Al rebotar contra el suelo, me dejé allí la sonrisa. La niña que era no volvió a sonreír del mismo modo. Tímidos labios apretados, o una mano avergonzada cubriéndome la boca, mientras el mundo se hacía pequeño y yo me hacía grande. Y siempre la vergüenza, la pena, el dolor y la enfermedad detrás de esas cortinas.
Infecciones terribles que me hacían padecer grandes sufrimientos, y me privaban de mi querida escuela. Dentista tras dentista, manotazo tras manotazo, viaje tras viaje, dinero ganado a sudor y sangre que no llegaba a ningún lado. Tuviera la edad que tuviera, nunca pude volver a aquella tarde y darle una vueltita al giratiempo. Dientes negros, azules, marrones. He tenido fundas de todos los colores y todos los odios que se puedan imaginar. Y también poses forzadas desde entonces cuando había que posar en una foto.
Pero ya no. Ah, ahora he empezado un camino que tiene visos de hacerme feliz, repuesto tras repuesto. Y cuando la dentista me ha dado el espejo, me he echado a llorar.
Una sonrisa de hace 26 años, cuando era una niña liviana como un suspiro, antes de que el rebote me estampara contra la acera y me llenara la boca de sangre y los ojos de relámpagos. Antes del insoportable dolor, de los larguísimos días de infección, de las raíces horadadas y los algodones apestosos que servían para cerrarlas. Los dientes se quedaron en aquella acera de los años ochenta, y sus pies siguieron en mí, aferrados y esperando que alguien los recompusiera. Siempre ha habido algo roto en mis momentos de alegría, algo vergonzoso, algo oscuro que yo no podía arreglar.
Hasta hoy.
Bienvenidos, dientes. Ahora toca aprender a sonreír como cuando tenía siete años...
Al rebotar contra el suelo, me dejé allí la sonrisa. La niña que era no volvió a sonreír del mismo modo. Tímidos labios apretados, o una mano avergonzada cubriéndome la boca, mientras el mundo se hacía pequeño y yo me hacía grande. Y siempre la vergüenza, la pena, el dolor y la enfermedad detrás de esas cortinas.
Infecciones terribles que me hacían padecer grandes sufrimientos, y me privaban de mi querida escuela. Dentista tras dentista, manotazo tras manotazo, viaje tras viaje, dinero ganado a sudor y sangre que no llegaba a ningún lado. Tuviera la edad que tuviera, nunca pude volver a aquella tarde y darle una vueltita al giratiempo. Dientes negros, azules, marrones. He tenido fundas de todos los colores y todos los odios que se puedan imaginar. Y también poses forzadas desde entonces cuando había que posar en una foto.
Pero ya no. Ah, ahora he empezado un camino que tiene visos de hacerme feliz, repuesto tras repuesto. Y cuando la dentista me ha dado el espejo, me he echado a llorar.
Una sonrisa de hace 26 años, cuando era una niña liviana como un suspiro, antes de que el rebote me estampara contra la acera y me llenara la boca de sangre y los ojos de relámpagos. Antes del insoportable dolor, de los larguísimos días de infección, de las raíces horadadas y los algodones apestosos que servían para cerrarlas. Los dientes se quedaron en aquella acera de los años ochenta, y sus pies siguieron en mí, aferrados y esperando que alguien los recompusiera. Siempre ha habido algo roto en mis momentos de alegría, algo vergonzoso, algo oscuro que yo no podía arreglar.
Hasta hoy.
Bienvenidos, dientes. Ahora toca aprender a sonreír como cuando tenía siete años...