Pues no, yo digo que no. Bueno, pongamos en claro la situación.
A tu epigastrio le da por contraerse, aburrido que está él. Te hace doblarte como si te hubieran dado un puñetazo en la boca del estómago, pero cuyo dolor no desaparece. Cierras los ojos e intentas deshacerte del sufrimiento como haces tantas veces, acostumbrada a las molestias gástricas: te imaginas que el dolor es, por ejemplo, un jersey. Y vas separando las piezas del jersey, y haciéndolas volar lejos, concentrándote en el vacío que dejan a su paso. El dolor se deshilacha y se convierte en una presión controlada. Pero entonces te atreves a volver a respirar y BANG, ahí está de nuevo ese bastardo.
Rabias, porque el dolor de estómago es rabioso. Te levantas de la cama a oscuras, pensando que dar unos pasos sobre el suelo frío y mascullar unos pocos tacos al aire de la noche te ayudarán a alejar el puño que te aprieta por dentro con la fuerza de un titán.
A la mitad del pasillo te das cuenta de tu error. El estómago, maldito hijoputa, cuando duele de ese modo reclama toda la sangre del cuerpo. Frío, mareos, te vas a desplomar. Consigues ampararte en la cama de tus padres, pidiendo ayuda.
Bueno, ya no te acuerdas de mucho más antes de encontrarte congelada en las urgencias, blancas y oliendo como a nadie le gusta. Un médico entra, te pregunta y le cuentas lo mismo que a los del 112. El puño sigue ahí, pero ahora más molesto que doloroso. Te ausculta minuciosamente, te prueba los reflejos, las reacciones, te mira las pupilas, la garganta, te tienta en el estómago. Entra un enfermero y te llena el cuerpo de pegatinas, y te tiras un rato con las pinzas fijadas al cuerpo mientras la máquina imprime un vacilante electrocardiograma. Otro enfermero te pone una vía y te saca unos cuantos tubitos de sangre, dejándote la vía puesta, mientras retira el termómetro y el tensiómetro.
Un segundo doctor te pide otro análisis, y un celador te conduce amablemente hacia los rayos. Dos doctores, muy gentiles, te hacen dos placas de tórax. De nuevo uno de ellos te devuelve en la silla de ruedas al box. Otro examen torácico, y otra vez las preguntas, contrastadas con los dos informes anteriores. Te hace empujar y tirar de brazos y piernas, te tienta el pulso de los pies con suavidad y te pregunta sin cesar para ver si estás desorientada.
Un ratito más tarde, el último de los doctores manda que te pongan un relajante para el mordaz estómago, y te extiende una receta explicándote todo lo que te ha ocurrido. Las enfermeras te desean felices fiestas mientras te marchas con el paso vacilante del mareo en pijama, bata y zapatillas, y con el pelo revuelto de una demente.
No es gratuítamente discutible. La sanidad pública es el derecho que tienen los ciudadanos a ser objeto de pruebas tan exhaustivas como estas cuando se encuentran terriblemente mal. Hay gente que se queja, que dice que con una sanidad privada la gente cobraría más en sus nóminas. No sé exactamente cuánto nos hubieran reclamado por la cantidad de pruebas y material con el que me han examinado esta madrugada, por el uso del box, por la llamada a la ambulancia, por los medicamentos que me han administrado. Seguramente más dinero del que dispone una familia media.
Nunca he tenido dudas al respecto. Sanidad pública, sí. No me anden con cuentos de viejas. Charlé no hace demasiado con una amiga que tiene posturas radicalmente distintas a la mía, y me alegro de mantener mi postura en este aspecto. No me hacen falta experiencias como la de esta noche para saberlo, pero ellas son las que me otorgan la fuerza de la razón.
Findûriel, con el epigastrio en pie de parto, el jodío.
A tu epigastrio le da por contraerse, aburrido que está él. Te hace doblarte como si te hubieran dado un puñetazo en la boca del estómago, pero cuyo dolor no desaparece. Cierras los ojos e intentas deshacerte del sufrimiento como haces tantas veces, acostumbrada a las molestias gástricas: te imaginas que el dolor es, por ejemplo, un jersey. Y vas separando las piezas del jersey, y haciéndolas volar lejos, concentrándote en el vacío que dejan a su paso. El dolor se deshilacha y se convierte en una presión controlada. Pero entonces te atreves a volver a respirar y BANG, ahí está de nuevo ese bastardo.
Rabias, porque el dolor de estómago es rabioso. Te levantas de la cama a oscuras, pensando que dar unos pasos sobre el suelo frío y mascullar unos pocos tacos al aire de la noche te ayudarán a alejar el puño que te aprieta por dentro con la fuerza de un titán.
A la mitad del pasillo te das cuenta de tu error. El estómago, maldito hijoputa, cuando duele de ese modo reclama toda la sangre del cuerpo. Frío, mareos, te vas a desplomar. Consigues ampararte en la cama de tus padres, pidiendo ayuda.
Bueno, ya no te acuerdas de mucho más antes de encontrarte congelada en las urgencias, blancas y oliendo como a nadie le gusta. Un médico entra, te pregunta y le cuentas lo mismo que a los del 112. El puño sigue ahí, pero ahora más molesto que doloroso. Te ausculta minuciosamente, te prueba los reflejos, las reacciones, te mira las pupilas, la garganta, te tienta en el estómago. Entra un enfermero y te llena el cuerpo de pegatinas, y te tiras un rato con las pinzas fijadas al cuerpo mientras la máquina imprime un vacilante electrocardiograma. Otro enfermero te pone una vía y te saca unos cuantos tubitos de sangre, dejándote la vía puesta, mientras retira el termómetro y el tensiómetro.
Un segundo doctor te pide otro análisis, y un celador te conduce amablemente hacia los rayos. Dos doctores, muy gentiles, te hacen dos placas de tórax. De nuevo uno de ellos te devuelve en la silla de ruedas al box. Otro examen torácico, y otra vez las preguntas, contrastadas con los dos informes anteriores. Te hace empujar y tirar de brazos y piernas, te tienta el pulso de los pies con suavidad y te pregunta sin cesar para ver si estás desorientada.
Un ratito más tarde, el último de los doctores manda que te pongan un relajante para el mordaz estómago, y te extiende una receta explicándote todo lo que te ha ocurrido. Las enfermeras te desean felices fiestas mientras te marchas con el paso vacilante del mareo en pijama, bata y zapatillas, y con el pelo revuelto de una demente.
No es gratuítamente discutible. La sanidad pública es el derecho que tienen los ciudadanos a ser objeto de pruebas tan exhaustivas como estas cuando se encuentran terriblemente mal. Hay gente que se queja, que dice que con una sanidad privada la gente cobraría más en sus nóminas. No sé exactamente cuánto nos hubieran reclamado por la cantidad de pruebas y material con el que me han examinado esta madrugada, por el uso del box, por la llamada a la ambulancia, por los medicamentos que me han administrado. Seguramente más dinero del que dispone una familia media.
Nunca he tenido dudas al respecto. Sanidad pública, sí. No me anden con cuentos de viejas. Charlé no hace demasiado con una amiga que tiene posturas radicalmente distintas a la mía, y me alegro de mantener mi postura en este aspecto. No me hacen falta experiencias como la de esta noche para saberlo, pero ellas son las que me otorgan la fuerza de la razón.
Findûriel, con el epigastrio en pie de parto, el jodío.
4 comentarios:
Mira, yo siempre he defendido la Sanidad Pública, por supuesto, el problema es que va a llegar el momento en que será inviable. Si ahora todo eso puede ser gratis es gracias a que pagan poco y escatiman recursos humanos de un modo atroz (lo que se traduce en largas listas de espera, profesionales quemadísimos y demás). Además se derrocha mucho dinero por varios factores que no voy a explicar aquí pues es un comentario y no ha lugar. A mí la privatización no me parece la solución, pero como esto siga así, al final será la única solución (¿me explico?). Ya veremos. Y por cierto, espero que te mejorases ;)
Lo primero de todo, que espero que estés mejor. Ya sabemos que tu estómago es un cabrón con pintas, pero eso no hace que sea menos doloroso ... Y sé cómo puedes llegar a sentirte cuando te jode el estómago porque es de la misma forma que me siento yo cuando me da la migraña. Y lo segundo, que estoy totalmente de acuerdo con lo de la sanidad pública. Por el mes de septiembre, en mis vacaciones, tuve una discusión similar con un amigo, y acabamos dejándolo por imposible, él defendiendo su postura (basada en el punto de vista de gasto económico, pues no es economista por nada) y yo con la mía. Aún así, reconozco que hay bastantes veces en que me disgustan terriblemente algunas cosas, cómo las largas listas de esperas para realizar pruebas, o consultas, o incluso determinadas intervenciones quirúrgicas. Pero bueno, en general, creo que no nos podemos quejar demasiado porque tenemos una buena sanidad que nos asegura poder ser atendidos sin necesidad de mirar antes la cartilla del banco.
Mejórate!!!!
Hola.
Antes de nada espero que ya te sientas mejor, que para mi los dolores de estomago son de lo peor así que me puedo imaginar como lo has pasado :-(
Yo siempre he estado a favor de la sanidad publica, y más si me paro a comparamos con otros que países que tienen privada como por ejemplo EEUU, ahora bien, entiendo lo que dice Keleb y sinceramente creo que se debería cuidar más a los profesionales (mejores sueldos etc.) para que no se llegase hasta ese punto que comenta en que la sanidad publica no fuese viable.
Cuídate mucho preciosa.
besos.
hombre, la sanidad pública tiene sus problemas (más de una vez me he tenido que largar del hospital, sin que me hubieran mirado nada, después de cuatro horas calentando la silla...)pero de momento me quedo más tranquila sabiendo que no tengo que preocuparme por si no tengo para pagar el análisis, o si me van a dejar sin transfusión por no haber cubierto mi cuota de sangre ;)
Un besito estomacal para Findus.
A-MO-RE!!
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