Me entero hoy por boca de flordesombra, mientras disfrutaba nerviosa y feliz de uno de los legendarios desayunos de la facultad de filología, de que ha muerto uno de los mejores profesores que he conocido en mi vida.
Me he puesto a llorar como una descosida, y ella también. Es que fue muy grande. Un amante de mi gran amor, la Literatura, un amante fiel, sencillo pero profundo, culto pero principiante, con el titubeo que da enfrentarse a los versos cada día, aunque sean versos conocidos.
Jose Luis Palomares Arribas era un hombre tranquilo. En lo profundo de su voz poderosa yacía un incansable aventurero, pero también en sus ojos chispeantes se asomaba un niño curioso. Como cada vez que sonreía. Fuera cual fuese la edad que tenía, su sonrisa siempre era la de un chiquillo.
Llegaba a clase, daba los buenos días con respeto. Todos sacábamos nuestras toneladas de poesía, nuestros líos de apuntes, y nos preparábamos para la tormenta. Y el crepitar de su cuaderno nos daba la salida.
Cosa curiosa, nunca usó fotocopias ni folios para sus teorías y estudios. Siempre un cuaderno ajado, garabateado, lleno de notas e ideas que nos lanzaba, y que nosotros procurábamos atrapar para hacerlas nuestras, rumiarlas, digerirlas, asimilarlas, sentirlas al ritmo de sus palabras.
Luego nos mandaba leer. Uno a uno, párrafo a párrafo, verso a verso. Mientras nosotros leíamos, él seguía el ritmo de la lectura con los labios, una muda prédica de la poesía. Y después llegaba la traducción, donde nos dejaba expresarnos, alentando las ideas osadas, frenando aquellas que quizá se iban demasiado lejos. Se sacaba las gafas, mordía una patilla.
Nos comentaba los tres yoes de Blake como un gurú de lo desconocido. Nos impulsaba a través de mares bravos y góticos pasadizos, yendo a nuestro frente con un farol de sabiduría, pero dejando que fuéramos nosotros los que abriéramos las puertas. Era importante que tal escritor comiera comida precocinada, pues en sus versos se olía el plástico y el calor artificial. Ese otro no gustaba de ver la luz del día, por eso los colores de su ruiseñor eran chillones y extraños. Ah, ahí tenemos a Stanley entrando por la puerta, llega el machote. Risas generalizadas, ojos de atención plena, mientras elaboraba hermosas filigranas con las patillas de sus gafas al aire.
Yo siempre lo recordaré, siempre, porque se esconde tras cada verso de aquellos mundos fantásticos o realistas que nos descubría. Se esconde también tras notas de Beatles y Rolling Stones, tras las piedras de Kerouac, y tras la voz titubeante de Ginsberg. Se esconde detrás de Urizen, en las páginas de crítica de Wilde, en el bosque sagrado de T.S. Eliot.
Y después de recordar mil y una historias, nos hemos puesto a reír entre las lágrimas.
Así se habrá ido, con una pequeña reverencia y tarareando entre dientes Lucy in the Sky with Diamonds, apretando contra su costado uno de sus cuadernos locos, mientras el aire se llena de colores y sonidos de tambor, y de guitarra, y de fanfarrias, y de rock&roll.
Y nosotros nos quedamos un poco más solos.
Sí, esa canción de nuevo. Para él.
(pequeña biografía aquí)
Me he puesto a llorar como una descosida, y ella también. Es que fue muy grande. Un amante de mi gran amor, la Literatura, un amante fiel, sencillo pero profundo, culto pero principiante, con el titubeo que da enfrentarse a los versos cada día, aunque sean versos conocidos.
Jose Luis Palomares Arribas era un hombre tranquilo. En lo profundo de su voz poderosa yacía un incansable aventurero, pero también en sus ojos chispeantes se asomaba un niño curioso. Como cada vez que sonreía. Fuera cual fuese la edad que tenía, su sonrisa siempre era la de un chiquillo.
Llegaba a clase, daba los buenos días con respeto. Todos sacábamos nuestras toneladas de poesía, nuestros líos de apuntes, y nos preparábamos para la tormenta. Y el crepitar de su cuaderno nos daba la salida.
Cosa curiosa, nunca usó fotocopias ni folios para sus teorías y estudios. Siempre un cuaderno ajado, garabateado, lleno de notas e ideas que nos lanzaba, y que nosotros procurábamos atrapar para hacerlas nuestras, rumiarlas, digerirlas, asimilarlas, sentirlas al ritmo de sus palabras.
Luego nos mandaba leer. Uno a uno, párrafo a párrafo, verso a verso. Mientras nosotros leíamos, él seguía el ritmo de la lectura con los labios, una muda prédica de la poesía. Y después llegaba la traducción, donde nos dejaba expresarnos, alentando las ideas osadas, frenando aquellas que quizá se iban demasiado lejos. Se sacaba las gafas, mordía una patilla.
Nos comentaba los tres yoes de Blake como un gurú de lo desconocido. Nos impulsaba a través de mares bravos y góticos pasadizos, yendo a nuestro frente con un farol de sabiduría, pero dejando que fuéramos nosotros los que abriéramos las puertas. Era importante que tal escritor comiera comida precocinada, pues en sus versos se olía el plástico y el calor artificial. Ese otro no gustaba de ver la luz del día, por eso los colores de su ruiseñor eran chillones y extraños. Ah, ahí tenemos a Stanley entrando por la puerta, llega el machote. Risas generalizadas, ojos de atención plena, mientras elaboraba hermosas filigranas con las patillas de sus gafas al aire.
Yo siempre lo recordaré, siempre, porque se esconde tras cada verso de aquellos mundos fantásticos o realistas que nos descubría. Se esconde también tras notas de Beatles y Rolling Stones, tras las piedras de Kerouac, y tras la voz titubeante de Ginsberg. Se esconde detrás de Urizen, en las páginas de crítica de Wilde, en el bosque sagrado de T.S. Eliot.
Y después de recordar mil y una historias, nos hemos puesto a reír entre las lágrimas.
Así se habrá ido, con una pequeña reverencia y tarareando entre dientes Lucy in the Sky with Diamonds, apretando contra su costado uno de sus cuadernos locos, mientras el aire se llena de colores y sonidos de tambor, y de guitarra, y de fanfarrias, y de rock&roll.
Y nosotros nos quedamos un poco más solos.
Sí, esa canción de nuevo. Para él.
(pequeña biografía aquí)
2 comentarios:
Todos (o la mayoría) hemos tenido algún profesor así, que nos hiciera creer que siguen habiendo personas que realmente aman lo que hacen, que están llenos de pasión y no aplastados y vacíos por la rutina.
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