Érase que se era un laberinto.
En aquel laberinto vivía nadie sabe hace cuánto la mujer sin rostro. Como no poseía nariz, ni ojo, ni boca, ni oreja, caminaba tentando las frías paredes del laberinto día y noche, con lentitud, sin cesar nunca. ¿Qué buscaba? Nadie lo sabía.
Después de mucho tiempo de vagar a tientas, extendió la mano y sintió calor. Un recuerdo pareció abrirse paso en su mente, un recuerdo de gritos, risas, humedad y aire. Un recuerdo de luz, aunque ojo no hubiera en aquel rostro que no existía. Avanzó sin apoyarse en nada, por primera vez desde que tuviera conciencia, y al tambalearse cayó al suelo.
El suelo era de arena, fina y cálida, que se le pegó a la piel húmeda de inmediato. La mujer sin rostro estaba modelada en barro, reblandecido a la sombra por tantos años de deambular sin sol. Alzó las manos y las sintió granulentas, porosas, crujientes. Trató de recordar, si es que alguna vez lo había sabido, qué era sonreír. Y comenzó a leer en la arena. Una, dos, tres letras, formadas en sus yemas y clavándose con tibieza en su superficie.
Gateó.
Tropezó con algo que le golpeó en la cabeza, tan blando como para que no se deformase, tan duro como para hacerla sentarse de golpe. Se frotó el cráneo, manchándoselo con la arena, y de repente, notó que alguien más tentaba su cabeza.
Había alguien más allí, alguien a quien no podía oler, ver u oír, pero sí sentir.
Se quedó muy quieta.
Aquellas manos también estaban horadadas de arena. Aquella piel también era blanda, también se escollaba con los fragmentos de tierra, también raspaba con ternura en el cráneo manchado. Ella alargó la mano. Halló otra cabeza, otra nuca, otra sien. Ni nariz, ni ojo, ni boca, ni oreja. Hundió levemente su barro fresco en el barro fresco recién descubierto. Trató, de nuevo, de acordarse de lo que era sonreír.
Y aquellas manos, torpes al principio, anhelantes al cabo, modelaron nariz, ojo, boca y oreja en el rostro sin rostro del contrario, con la misma tierra en la que iban leyendo los rasgos del otro. Hola. ¿Cómo estás? ¿Cómo te llamas? ¿Eres feliz?
Así, al fin vieron el sol, mientras trataban de añadir más arena al conjunto. La nariz debe tener aletas, las orejas, lóbulos. No sé cuántas pestañas debe tener un ojo, nunca los he tenido. Estoy deseando que tengamos bocas para poder sonreirnos.
Pero el mismo sol que ahora les daba la vista, hacía que sus caricias se convirtieran en erosión. Sus pieles, frágiles por la cocción inadecuada, se resquebrajaban al menor roce de yemas. Así, las mismas manos que crearon rostros, los sentían desmoronarse en cascadas de arena. Antes de perderse en la oscuridad de nuevo, ambos recordaron lo que era llorar.
Se perdieron, tristes, titubeantes, antes de deshacerse del todo en aquella tiranía de la luz. Se rehicieron con tristeza, bajo el lóbrego amparo de la oscura humedad. Leyéndose el uno en el otro al ritmo que desprendían los restos de arena. Quién sabe si de otras criaturas semejantes a ellos. Quién sabe si de otros amantes que decidieron perecer en el escalofrío.
Y se buscan sin consuelo para chocar, alguna vez en el largo transcurrir de los siglos, durante unos segundos, en el centro del érase que se era un laberinto.
En aquel laberinto vivía nadie sabe hace cuánto la mujer sin rostro. Como no poseía nariz, ni ojo, ni boca, ni oreja, caminaba tentando las frías paredes del laberinto día y noche, con lentitud, sin cesar nunca. ¿Qué buscaba? Nadie lo sabía.
Después de mucho tiempo de vagar a tientas, extendió la mano y sintió calor. Un recuerdo pareció abrirse paso en su mente, un recuerdo de gritos, risas, humedad y aire. Un recuerdo de luz, aunque ojo no hubiera en aquel rostro que no existía. Avanzó sin apoyarse en nada, por primera vez desde que tuviera conciencia, y al tambalearse cayó al suelo.
El suelo era de arena, fina y cálida, que se le pegó a la piel húmeda de inmediato. La mujer sin rostro estaba modelada en barro, reblandecido a la sombra por tantos años de deambular sin sol. Alzó las manos y las sintió granulentas, porosas, crujientes. Trató de recordar, si es que alguna vez lo había sabido, qué era sonreír. Y comenzó a leer en la arena. Una, dos, tres letras, formadas en sus yemas y clavándose con tibieza en su superficie.
Gateó.
Tropezó con algo que le golpeó en la cabeza, tan blando como para que no se deformase, tan duro como para hacerla sentarse de golpe. Se frotó el cráneo, manchándoselo con la arena, y de repente, notó que alguien más tentaba su cabeza.
Había alguien más allí, alguien a quien no podía oler, ver u oír, pero sí sentir.
Se quedó muy quieta.
Aquellas manos también estaban horadadas de arena. Aquella piel también era blanda, también se escollaba con los fragmentos de tierra, también raspaba con ternura en el cráneo manchado. Ella alargó la mano. Halló otra cabeza, otra nuca, otra sien. Ni nariz, ni ojo, ni boca, ni oreja. Hundió levemente su barro fresco en el barro fresco recién descubierto. Trató, de nuevo, de acordarse de lo que era sonreír.
Y aquellas manos, torpes al principio, anhelantes al cabo, modelaron nariz, ojo, boca y oreja en el rostro sin rostro del contrario, con la misma tierra en la que iban leyendo los rasgos del otro. Hola. ¿Cómo estás? ¿Cómo te llamas? ¿Eres feliz?
Así, al fin vieron el sol, mientras trataban de añadir más arena al conjunto. La nariz debe tener aletas, las orejas, lóbulos. No sé cuántas pestañas debe tener un ojo, nunca los he tenido. Estoy deseando que tengamos bocas para poder sonreirnos.
Pero el mismo sol que ahora les daba la vista, hacía que sus caricias se convirtieran en erosión. Sus pieles, frágiles por la cocción inadecuada, se resquebrajaban al menor roce de yemas. Así, las mismas manos que crearon rostros, los sentían desmoronarse en cascadas de arena. Antes de perderse en la oscuridad de nuevo, ambos recordaron lo que era llorar.
Se perdieron, tristes, titubeantes, antes de deshacerse del todo en aquella tiranía de la luz. Se rehicieron con tristeza, bajo el lóbrego amparo de la oscura humedad. Leyéndose el uno en el otro al ritmo que desprendían los restos de arena. Quién sabe si de otras criaturas semejantes a ellos. Quién sabe si de otros amantes que decidieron perecer en el escalofrío.
Y se buscan sin consuelo para chocar, alguna vez en el largo transcurrir de los siglos, durante unos segundos, en el centro del érase que se era un laberinto.
3 comentarios:
:-O
¡¡Me has dejado muerta!!
En serio, es un relato precioso. Enhorabuena por escribir así de bien.
He entrado a leerlo ya tres veces. Como dice Pip, es precioso. De una belleza perturbadora. Anda que te dosificas, pero qué perlitas nos dejas ;-)
Besos!!
clap-clap-clap-clap
que tremendo!!
Enhorabuenaaa, a la licenciadaaaa (bailando mientras canto)
Besos, me voy a una entrevista de trabajo!! '3'
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