Observó el volumen con sumo disgusto. Llevaba un largo rato arrellanada en su sillón, con el rostro apoyado en el dorso de la mano, y el codo en una pierna flexionada. La otra pierna colgaba, indolente, balanceándose y haciendo ruido.
Lanzó un pedacito de papel arrugado en dirección al volumen. Su proyectil rebotó en la cubierta y se perdió en la oscuridad de su taller. Todo estaba arropado por un silencio pesado y denso, tanto que podía escuchar su propia respiración. Eso también le molestaba. Tomó aire y exhaló un fastidiado suspiro. Cerró los ojos, intentando calmarse.
Cuando los abrió, el libro aún seguía allí, indolente, existiendo bajo la polvorienta luz de sus ventanucos.
Costurina se había entusiasmado. Le dijo que era una obra maestra, que a ella le había entretenido, asustado y emocionado en igual proporción. Que debía leerlo, vencer sus reticencias iniciales y darle una oportunidad, porque merecía mucho la pena. Y que quería saber cuanto antes cómo continuaba. Aunque los gustos literarios de Costurina, con todas aquellas novelas rosas de romances imposibles que acababan bien, y que hacían a la boggan suspirar durante días con las mejillas arrobadas, no le atraían lo más mínimo, envió palabra para que le trajeran un ejemplar.
Los comentarios jocosos y orgullosos de Dujal, entre cerveza y cerveza, le quitaron las ganas de leerlo. Acababa de abrir la trampilla para avisar a Costurina de que podía bajarle la cena a las diez cuando la irritante voz del phoka le llegó, clara y socarrona, desde el otro lado de la barra. Hablaba de que ahora las mujeres no se le quitaban de encima, de que todo había sido mucho más cruento y más peligroso de lo que se narraba y que, por supuesto, él había sido como cien veces más valiente.
Enfadada, bajó al taller, tomó el paquete de papel de estraza donde venía el libro y lo arrojó con furia al rincón más lejano, con un estruendo de cristales rotos como única respuesta de su instrumental.
Pensó en quemarlo, o en triturarlo. Pensó en arrojarlo por las alcantarillas, para que se pudriese y descompusiese. Y después decidió dejar de pensar en él, el daño ya estaba hecho y sólo le quedaba vivir con ello. Más tarde, decidió sentarse, ya que tanto paseo inconsciente y furioso de acá para allá le estaba provocando un dolor sordo en la pierna.
Fue entonces cuando llegó el mensaje de Marsias.
Una carta pequeña y crujiente, un papel plegado con olor a tierra y a cedro, que descendió en la bandeja de Costurina. Decidió dejarlo para después de la cena, pensaba y sentía mejor con el estómago lleno. La comida fue abundante y sabrosa, como de costumbre, y cuando Costurina bajó a recogerle la bandeja aún rebañaba salsa del fondo de uno de los platos con avaricia gulosa. La boggan observó el desastre de cristales y el paquete allí tirado, y torció el gesto. Lo recogió tomando con dos dedos el cordel que ataba el papel de estraza, como si le diese reparo o temiese cortarse, y lo dejó encima del enorme escritorio. Le reprochó tratar así a un libro, y además destrozar botellas y ampollas, aunque lo único que recibió en respuesta fue un gruñido lleno de migas.
Al abrir la misiva, una vaharada de polillas de humo gris salió del interior. 'Trucos de principiante' pensó con sorna, aunque las observó con deleite hasta que se disolvieron. Sólo halló dos palabras en el interior, escritas con la letra rotunda del sátiro.
Eres Tú
'Diablos', se dijo, 'voy a leerlo aunque me queme por dentro'. Rasgó el papel con furia y, sin ningún miramiento, dobló la cubierta hacia atrás con una feroz brusquedad nerviosa.
Y allí se encontraba en este preciso momento. Con el libro leído, desmigajado, despedazado, ansiado, odiado y devorado. Lo había leído con enfado, con asombro, con repugnancia y sobre todo con ira. Una ira tan sorda que era consciente de haber estrujado más de una página con impaciencia, incredulidad o con enfado... aunque sus manos la habían alisado con cuidado de nuevo, para seguir leyendo. Había leído con una tristeza tal que los ojos se le salían de las órbitas, le había gritado con enfado al texto, y había manipulado las páginas con tal furor que, ahora cerrado, el libro aparecía combado por muchos lugares y rasgado por otros, como una grotesca escultura.
¡Cómo era posible! Ella no se merecía aquello. Se sentía desnuda, ultrajada, sentía que sus cicatrices estaban expuestas, retorcidas y dolorosas, para que todos pudieran pasar los dedos por ellas. Muchas de las cosas allí escritas no eran exactamente así, de hecho, eran todo lo contrario. Muchas otras jamás las hubiese dicho en público, y las más terroríficas ni siquiera se las decía a sí misma en las noches más solitarias.
Se inclinó hacia delante y apoyó los codos en la mesa. Juntó las manos y enterró el rostro en las palmas, con un leve sollozo.
Su propia sonrisa demente la sorprendió con la guardia baja.
O quizá sí. Quizá aquellas cosas habían sido exactamente así. Quizá alguien al final había logrado entrar en su hermética piel, curtida en batallas y rasgada en tragedias. 'Eres tú', le había escrito Marsias. Descubrió el rostro y clavó sus incógnitos ojos azules en el libro.
Con un impulso se levantó, tomando el libro en una mano y el candil en la otra. Estaba comenzando a amanecer, aunque ni siquiera había advertido cuándo se hizo de noche. Paseó frente a hileras de estanterías repletas de manuales, cuadernos, utensilios y polvo. Alzó la luz hacia los estantes superiores, buscando. Apartó un par de trastos, movió unos tarros de ingredientes, sacudió un antiguo sombrero, sopló en unas ajadas gafas de vuelo. Pero nada parecía convencerla.
Se detuvo junto al espejo, un espejo de cuerpo entero que usaba para ajustarse los dispositivos mecánicos al cuerpo y tomar medidas para sus prototipos. El rostro pálido, a la luz del candil, pareció arrobarse en espirales. Se observó un momento, sosteniendo aquel libro en las manos y, por primera vez en mucho tiempo, se estiró con orgullo, irguiéndose en toda su modesta altura, aferrando el libro junto al pecho, y se observó con altivez.
Justo ahí, justo en la balda intermedia frente al espejo, encontró el sitio perfecto. Una de sus primeras arañas mecánicas reposaba en el estante, vieja pero aún funcional. Le susurró unas palabras y ella irguió las patas traseras, en una suerte de equilibrio. Puso el libro de pie allí, apoyado en aquellas extremidades, y le pareció perfecto.
Volvió a la mesa y garabateó unas palabras en un pedazo de pergamino. Con el trazo final la tinta se elevó, flotando torpemente, a través del aire cargado de la habitación. Se sentó de nuevo en el sillón, entrelazando los dedos, mientras observaba aquellas letras posarse en la cubierta, allí donde antes hubiera otro nombre. Esbozó una nueva sonrisa, esta vez de triunfo, mientras el sueño hacía presa de ella con sus garras implacables. '¿Cómo continuará?' se preguntó, cerrando los ojos 'Eso sólo yo puedo decirlo. Pero es un secreto'.
'La corte de los espejos', de Nicasia Recorretúneles, recibió el primer rayo de luz de la mañana.
Lanzó un pedacito de papel arrugado en dirección al volumen. Su proyectil rebotó en la cubierta y se perdió en la oscuridad de su taller. Todo estaba arropado por un silencio pesado y denso, tanto que podía escuchar su propia respiración. Eso también le molestaba. Tomó aire y exhaló un fastidiado suspiro. Cerró los ojos, intentando calmarse.
Cuando los abrió, el libro aún seguía allí, indolente, existiendo bajo la polvorienta luz de sus ventanucos.
Costurina se había entusiasmado. Le dijo que era una obra maestra, que a ella le había entretenido, asustado y emocionado en igual proporción. Que debía leerlo, vencer sus reticencias iniciales y darle una oportunidad, porque merecía mucho la pena. Y que quería saber cuanto antes cómo continuaba. Aunque los gustos literarios de Costurina, con todas aquellas novelas rosas de romances imposibles que acababan bien, y que hacían a la boggan suspirar durante días con las mejillas arrobadas, no le atraían lo más mínimo, envió palabra para que le trajeran un ejemplar.
Los comentarios jocosos y orgullosos de Dujal, entre cerveza y cerveza, le quitaron las ganas de leerlo. Acababa de abrir la trampilla para avisar a Costurina de que podía bajarle la cena a las diez cuando la irritante voz del phoka le llegó, clara y socarrona, desde el otro lado de la barra. Hablaba de que ahora las mujeres no se le quitaban de encima, de que todo había sido mucho más cruento y más peligroso de lo que se narraba y que, por supuesto, él había sido como cien veces más valiente.
Enfadada, bajó al taller, tomó el paquete de papel de estraza donde venía el libro y lo arrojó con furia al rincón más lejano, con un estruendo de cristales rotos como única respuesta de su instrumental.
Pensó en quemarlo, o en triturarlo. Pensó en arrojarlo por las alcantarillas, para que se pudriese y descompusiese. Y después decidió dejar de pensar en él, el daño ya estaba hecho y sólo le quedaba vivir con ello. Más tarde, decidió sentarse, ya que tanto paseo inconsciente y furioso de acá para allá le estaba provocando un dolor sordo en la pierna.
Fue entonces cuando llegó el mensaje de Marsias.
Una carta pequeña y crujiente, un papel plegado con olor a tierra y a cedro, que descendió en la bandeja de Costurina. Decidió dejarlo para después de la cena, pensaba y sentía mejor con el estómago lleno. La comida fue abundante y sabrosa, como de costumbre, y cuando Costurina bajó a recogerle la bandeja aún rebañaba salsa del fondo de uno de los platos con avaricia gulosa. La boggan observó el desastre de cristales y el paquete allí tirado, y torció el gesto. Lo recogió tomando con dos dedos el cordel que ataba el papel de estraza, como si le diese reparo o temiese cortarse, y lo dejó encima del enorme escritorio. Le reprochó tratar así a un libro, y además destrozar botellas y ampollas, aunque lo único que recibió en respuesta fue un gruñido lleno de migas.
Al abrir la misiva, una vaharada de polillas de humo gris salió del interior. 'Trucos de principiante' pensó con sorna, aunque las observó con deleite hasta que se disolvieron. Sólo halló dos palabras en el interior, escritas con la letra rotunda del sátiro.
Eres Tú
'Diablos', se dijo, 'voy a leerlo aunque me queme por dentro'. Rasgó el papel con furia y, sin ningún miramiento, dobló la cubierta hacia atrás con una feroz brusquedad nerviosa.
Y allí se encontraba en este preciso momento. Con el libro leído, desmigajado, despedazado, ansiado, odiado y devorado. Lo había leído con enfado, con asombro, con repugnancia y sobre todo con ira. Una ira tan sorda que era consciente de haber estrujado más de una página con impaciencia, incredulidad o con enfado... aunque sus manos la habían alisado con cuidado de nuevo, para seguir leyendo. Había leído con una tristeza tal que los ojos se le salían de las órbitas, le había gritado con enfado al texto, y había manipulado las páginas con tal furor que, ahora cerrado, el libro aparecía combado por muchos lugares y rasgado por otros, como una grotesca escultura.
¡Cómo era posible! Ella no se merecía aquello. Se sentía desnuda, ultrajada, sentía que sus cicatrices estaban expuestas, retorcidas y dolorosas, para que todos pudieran pasar los dedos por ellas. Muchas de las cosas allí escritas no eran exactamente así, de hecho, eran todo lo contrario. Muchas otras jamás las hubiese dicho en público, y las más terroríficas ni siquiera se las decía a sí misma en las noches más solitarias.
Se inclinó hacia delante y apoyó los codos en la mesa. Juntó las manos y enterró el rostro en las palmas, con un leve sollozo.
Su propia sonrisa demente la sorprendió con la guardia baja.
O quizá sí. Quizá aquellas cosas habían sido exactamente así. Quizá alguien al final había logrado entrar en su hermética piel, curtida en batallas y rasgada en tragedias. 'Eres tú', le había escrito Marsias. Descubrió el rostro y clavó sus incógnitos ojos azules en el libro.
Con un impulso se levantó, tomando el libro en una mano y el candil en la otra. Estaba comenzando a amanecer, aunque ni siquiera había advertido cuándo se hizo de noche. Paseó frente a hileras de estanterías repletas de manuales, cuadernos, utensilios y polvo. Alzó la luz hacia los estantes superiores, buscando. Apartó un par de trastos, movió unos tarros de ingredientes, sacudió un antiguo sombrero, sopló en unas ajadas gafas de vuelo. Pero nada parecía convencerla.
Se detuvo junto al espejo, un espejo de cuerpo entero que usaba para ajustarse los dispositivos mecánicos al cuerpo y tomar medidas para sus prototipos. El rostro pálido, a la luz del candil, pareció arrobarse en espirales. Se observó un momento, sosteniendo aquel libro en las manos y, por primera vez en mucho tiempo, se estiró con orgullo, irguiéndose en toda su modesta altura, aferrando el libro junto al pecho, y se observó con altivez.
Justo ahí, justo en la balda intermedia frente al espejo, encontró el sitio perfecto. Una de sus primeras arañas mecánicas reposaba en el estante, vieja pero aún funcional. Le susurró unas palabras y ella irguió las patas traseras, en una suerte de equilibrio. Puso el libro de pie allí, apoyado en aquellas extremidades, y le pareció perfecto.
Volvió a la mesa y garabateó unas palabras en un pedazo de pergamino. Con el trazo final la tinta se elevó, flotando torpemente, a través del aire cargado de la habitación. Se sentó de nuevo en el sillón, entrelazando los dedos, mientras observaba aquellas letras posarse en la cubierta, allí donde antes hubiera otro nombre. Esbozó una nueva sonrisa, esta vez de triunfo, mientras el sueño hacía presa de ella con sus garras implacables. '¿Cómo continuará?' se preguntó, cerrando los ojos 'Eso sólo yo puedo decirlo. Pero es un secreto'.
'La corte de los espejos', de Nicasia Recorretúneles, recibió el primer rayo de luz de la mañana.
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