Es de noche. El soldado se siente solo en su hueco, así que se pone en pie y camina por el foso. Los pies se le hunden en el barro pero el soldado no resbala. Sus manos tiernas sujetan dos manuales y un cuaderno, con las tapas oscuras y algo manchado en barro.
Para distraer el ánimo, oscurecido por la noche y el olor, rememora palabras. Palabras sueltas, derivadas, claves, sonido de morse. Entre los sacos de arena hay una tronera, usada para apoyar las armas más pesadas y apuntar. A través de ella, se ve una porción de suelo iluminada por alguna luz remota. Así que el joven soldado se asoma, buscando luz.
Alambradas, estacas y jirones son el bosque terrible que espera más allá. El olor, de nuevo, le azota los pordentros. Barro, pólvora, sangre, terror y obediencia le inundan las fosas y le atan un nudo prieto en los pulmones, haciéndolo toser levemente. Varios de estos trapos, que se intuyen verdes a pesar del lodo seco, ondean como banderas de horror en los alambres puntiagudos. Su crujido no se parece en nada al hermoso rumor de las ramas. Entre ellas, el aroma es diferente. A tierra mojada, musgo, leña dulce, lirios y cicuta.
Y en sus pupilas, en lo profundo de su pensamiento, se dibuja un vestido estampado que susurra contra el aire cuando su dueña, toda carne, perfume, cabello y medias, gira en la fronda y se ríe. Los tejados quedan lejos, y el soldado se recuerda dando palmas y riéndose de la niña loca que le hace caso.
Otro aliento le trae el olor acre, ácido, quemado, podrido de la realidad, arrancándolo con brusquedad al parto doloroso de la guerra. Los campos huelen a muerte.
Se concede sentarse bajo una lámpara que pende de las lonas, dejando los manuales a un lado. Un compañero ronca suavemente en un jergón, los fusiles se apilan enhiestos al alcance de la mano. Como las hogueras indias, esas que él soñaba prender de niño con su hermano. Estas también escupen fuego, pero el soldado no tiene deseos de encenderlo.
Mira a los lados, calculando el tiempo y la posición. Hay tensa calma. Saca del bolsillo un lapicero, y echa de menos las plumas a las que su mano está tan acostumbrada. Apoya el cuaderno en la rodilla y lo abre, empujando los papeles sueltos que encajó entre las hojas usadas, garabateados hasta los márgenes, dentro de los límites de las páginas.
Nombres, volando entre las cuartillas, en alas de grafito gris. Como las fotos que sus compañeros guardan en el bolsillo del pecho de sus uniformes. Como sus manos en la instantánea que mandó a su amada desde el frente. Como los rostros de los que no vuelven, a los que hacen volver en volandas. Como el lodo en una noche de luna llena. Como el resplandor de las pálidas estrellas cuando está nueva. Grises y quietas, como las miradas de quienes saben que son los siguientes. Detenidas en el tiempo y muertas, hojas grises en una tierra que no es sacudida por el viento, con los ríos helados en escarcha gris, y los plumones grises de los pichones que no arrancaron a volar.
Grises como las membranas de las brillantes libélulas, que dejan secar al sol las perlas de rocío antes de despegar hacia el cielo del verano. Grises como la nieve bajo las lámparas de gas de la avenida de su residencia universitaria. Como el humo que se desprende, perezoso y lento, de las chimeneas donde se reúnen a sentirse héroes cuando están en el hogar. Ese es el gris correcto, se dice cuando logra releerlas al escaso brillo de la lámpara, pues cada una le trae el sonido de una campana diferente, de un clamor distinto, cuyos ecos intenta atrapar como un niño que trata de asir una pompa de jabón.
Y comienza a cazar, incansable, rasgueando con entusiasmo la hoja. Son suyos los pasos que corren tras el destello, sonríe cuando rodea con premura la historia, cuando le lanza dardos certeros y logra que se esté quieta, como una extraña bestia a la que busca dibujar. Son trazos torpes, de infante que balbucea, pero cada vez horadan más cerca del corazón de la brillante bestia, sonriente en enigma como una esfinge.
Saca de entre las hojas alguna de las notas sueltas. La lee, la descifra, pronuncia sus palabras en voz baja. La blande como si fuera una extraña pieza de puzzle cuyas compañeras aún se esconden en bolsillos que no ha abierto, en su mente, en su corazón, en sus tripas, en su aliento. Los bordes dentados le ayudan a imaginarse qué forma tendrá la pieza adyacente, qué líneas de la principal prolongará, si los colores serán los mismos o habrá algún elemento nuevo que, a la vez, precise de más piezas propias para poder completarse. Suspira, escribe en silencio una palabra, se detiene, tacha la frase anterior. Se llama torpe, trata de escucharse, y de acallar el resto de voces del corazón que quieren hacerse oír. Una madeja de lana en manos de un gato travieso. Busca la hebra dorada, y la ve brillar a la luz de la lámpara de campaña.
Alarga la mano y la toca. Está fría, y su contacto le provoca cosquillas y calambres. Tira, primero con suavidad, después con pasión. Enrosca el hilo en su mano para ayudarse, y el color se escurre por la punta de su lapicero, haciendo brillar la página mientras se convierte en un río aúreo de palabras.
Ya no hay lodo, ni olor a muerte, ni fotografías desvaídas, ni alas grises de lavandera invernal. Sólo existe el escritor, su lámpara, su cuaderno y su rasgueo... y el río, derramándose en el frío de la trinchera como un prodigioso milagro.
Para distraer el ánimo, oscurecido por la noche y el olor, rememora palabras. Palabras sueltas, derivadas, claves, sonido de morse. Entre los sacos de arena hay una tronera, usada para apoyar las armas más pesadas y apuntar. A través de ella, se ve una porción de suelo iluminada por alguna luz remota. Así que el joven soldado se asoma, buscando luz.
Alambradas, estacas y jirones son el bosque terrible que espera más allá. El olor, de nuevo, le azota los pordentros. Barro, pólvora, sangre, terror y obediencia le inundan las fosas y le atan un nudo prieto en los pulmones, haciéndolo toser levemente. Varios de estos trapos, que se intuyen verdes a pesar del lodo seco, ondean como banderas de horror en los alambres puntiagudos. Su crujido no se parece en nada al hermoso rumor de las ramas. Entre ellas, el aroma es diferente. A tierra mojada, musgo, leña dulce, lirios y cicuta.
Y en sus pupilas, en lo profundo de su pensamiento, se dibuja un vestido estampado que susurra contra el aire cuando su dueña, toda carne, perfume, cabello y medias, gira en la fronda y se ríe. Los tejados quedan lejos, y el soldado se recuerda dando palmas y riéndose de la niña loca que le hace caso.
Otro aliento le trae el olor acre, ácido, quemado, podrido de la realidad, arrancándolo con brusquedad al parto doloroso de la guerra. Los campos huelen a muerte.
Se concede sentarse bajo una lámpara que pende de las lonas, dejando los manuales a un lado. Un compañero ronca suavemente en un jergón, los fusiles se apilan enhiestos al alcance de la mano. Como las hogueras indias, esas que él soñaba prender de niño con su hermano. Estas también escupen fuego, pero el soldado no tiene deseos de encenderlo.
Mira a los lados, calculando el tiempo y la posición. Hay tensa calma. Saca del bolsillo un lapicero, y echa de menos las plumas a las que su mano está tan acostumbrada. Apoya el cuaderno en la rodilla y lo abre, empujando los papeles sueltos que encajó entre las hojas usadas, garabateados hasta los márgenes, dentro de los límites de las páginas.
Nombres, volando entre las cuartillas, en alas de grafito gris. Como las fotos que sus compañeros guardan en el bolsillo del pecho de sus uniformes. Como sus manos en la instantánea que mandó a su amada desde el frente. Como los rostros de los que no vuelven, a los que hacen volver en volandas. Como el lodo en una noche de luna llena. Como el resplandor de las pálidas estrellas cuando está nueva. Grises y quietas, como las miradas de quienes saben que son los siguientes. Detenidas en el tiempo y muertas, hojas grises en una tierra que no es sacudida por el viento, con los ríos helados en escarcha gris, y los plumones grises de los pichones que no arrancaron a volar.
Grises como las membranas de las brillantes libélulas, que dejan secar al sol las perlas de rocío antes de despegar hacia el cielo del verano. Grises como la nieve bajo las lámparas de gas de la avenida de su residencia universitaria. Como el humo que se desprende, perezoso y lento, de las chimeneas donde se reúnen a sentirse héroes cuando están en el hogar. Ese es el gris correcto, se dice cuando logra releerlas al escaso brillo de la lámpara, pues cada una le trae el sonido de una campana diferente, de un clamor distinto, cuyos ecos intenta atrapar como un niño que trata de asir una pompa de jabón.
Y comienza a cazar, incansable, rasgueando con entusiasmo la hoja. Son suyos los pasos que corren tras el destello, sonríe cuando rodea con premura la historia, cuando le lanza dardos certeros y logra que se esté quieta, como una extraña bestia a la que busca dibujar. Son trazos torpes, de infante que balbucea, pero cada vez horadan más cerca del corazón de la brillante bestia, sonriente en enigma como una esfinge.
Saca de entre las hojas alguna de las notas sueltas. La lee, la descifra, pronuncia sus palabras en voz baja. La blande como si fuera una extraña pieza de puzzle cuyas compañeras aún se esconden en bolsillos que no ha abierto, en su mente, en su corazón, en sus tripas, en su aliento. Los bordes dentados le ayudan a imaginarse qué forma tendrá la pieza adyacente, qué líneas de la principal prolongará, si los colores serán los mismos o habrá algún elemento nuevo que, a la vez, precise de más piezas propias para poder completarse. Suspira, escribe en silencio una palabra, se detiene, tacha la frase anterior. Se llama torpe, trata de escucharse, y de acallar el resto de voces del corazón que quieren hacerse oír. Una madeja de lana en manos de un gato travieso. Busca la hebra dorada, y la ve brillar a la luz de la lámpara de campaña.
Alarga la mano y la toca. Está fría, y su contacto le provoca cosquillas y calambres. Tira, primero con suavidad, después con pasión. Enrosca el hilo en su mano para ayudarse, y el color se escurre por la punta de su lapicero, haciendo brillar la página mientras se convierte en un río aúreo de palabras.
Ya no hay lodo, ni olor a muerte, ni fotografías desvaídas, ni alas grises de lavandera invernal. Sólo existe el escritor, su lámpara, su cuaderno y su rasgueo... y el río, derramándose en el frío de la trinchera como un prodigioso milagro.
7 comentarios:
Me quito el sombrero y aplaudo enérgicamente a tu talento.
Ya te dije una vez que tienes el don de transportar a tus lectores allá donde los quieres poner.
Precioso, Dama Gandalf, precioso.
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Precioso Findur. Tienes un don y es un placer disfrutar de él y del regalo que supone ser amigo tuyo.
Eres una maquina, muchacha...Me has puesto los pelillos de punta
Precioso, preciosa.
¡Qué preciosidad! Thanks a lot por el regalo. ¡Un abrazo muy fuerte y ojalá pronto nos encontremos con otra joya de éstas!
Alt.
Todavía un escalofrío me recorre la espalda ... No puedo sino descubrirme ante semejante muestra, una vez más, de talento.
Muy hermoso, sin lugar a dudas. ¡Quién pudiera narrar como tú! ^^
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